La víspera, en cada Casa ya habían hecho la masada y temprano, al alba, la hornera pasaba por las calles del pueblo dando avisos...
El primero, para encender el fuego, el segundo, para calentar el agua y el último, para que bajaran a cocer el pan.
De cada Casa y bien protegida del frío y del airaz, traían la masada al horno.
Cada cual ya tenía un puesto en una larga mesa corrida donde disponer su propia hornada.
En las masas todos hacían sus propias marcas para luego reconocerlas una vez fuera del horno... rayas, cruces, hendiduras, pellizcos...
Para bien entonces, la hornera ya tenía bien barrido el suelo, bien preparado el horno y bien alimentada la lumbre con leña.
Como un ritual, con palas largas de varios tamaños, introducía los distintos moldes de masas en el fuego purificador del pan nuestro de cada día.
El pan cocido salía del horno y cada Casa volvía a la suya, con un buen capazo de hogazas para unos cuantos días.
Ya en casa, el pan era sagrado y nunca se podía tirar.
En la mesa, antes de cortarlo, se hacía una cruz en él y cuando cada uno se llevaba un piazo a la boca ya sabía que lo que iba a comer ...ya casi era como pan bendito.
No hay comentarios:
Publicar un comentario